El cuervo
Era la noche alada,
un eco de canción ya terminada,
heraldo del ayer.
El rey de un gran imperio desolado,
ya apenas recordado,
dudando entre si ser o si no ser.
Volaba por la noche sin estrellas,
batiendo sus dos alas con sigilo,
dejándose llevar
por el viento errabundo.
Volaba, pues, en vilo
queriendo aquel ayer rememorar;
sacar del corazón todas aquellas
pretéritas memorias
y hacer que cada esquina de este mundo
por una última vez las recordara.
Graznó la noche alada:
graznó armoniosas, dulces melodías;
graznó graves historias.
De una joven amada
que a quienquiera que (¡pobre de él!) la amara
siempre iba a rechazar.
De una de tantas crías
de Artemisa salvaje y montaraz
que de amo en amo vive.
Del más grande gigante que la faz
de estas viejas tierras han parido
y del amor que exhibe
por una dama que el fatal destino
le estaba por robar junto a su vida.
De aquel pirata bravo, conocido
por ser el postrer sino
de galeones magnos de Inglaterra.
Del alma que, reñida
consigo misma, vive sin saber
si duerme, sueña, ha muerto o está despierta.
Son estas las historias que la guerra
entre los años de hoy y los de ayer
lanzaron al abismo del olvido.
Son esas las que en esta tierra yerta,
sin beldad maldecida
habitaban antaño, y su sonido
aun vagamente parecido a aquel
del graznar del monarca,
más frondoso vergel
hacían evocar al alma oyente
con su música y canto angelical.
No obstante, les llegó la fría parca
que, como es su labor
les dio abrupto final.
Graznó el cuervo apenada, tristemente
sabiendo que el graznido
que pudiera obsequiarle al vasto yermo
casi no le guardaba parecido
(y es esto lo que más temor le daba,
que no alguna otra cosa)
a ese viejo recuerdo
que él solo conservaba.
Abandonó los cielos, fue a la hierba
que el Sol, recién alzado
comenzaba a alumbrar.
Estando ya terriblemente enfermo
de letal soledad
encontró, inadvertido
una prístina rosa;
rosa excelsa y superba.
Perdió cuanto de cuerdo
le quedaba con solo comprender
que nunca otro vería aquella flor
y, en líricas pasiones anegado,
versaría a la gran sublimidad
que evoca al observar
su vívido color.
Entonces, en un último graznido,
a medias partes canto
y a medias partes llanto,
dejó al mundo saber
que, a su muerte, era empresa que legaba
a aquel que le escuchase
el legar el sonido
de su último cantar
al mundo que, en su muerte, abandonaba;
que jamás acabase
la centenaria historia
del verso de más gloria,
canción que nunca debe terminar.
Calló la noche alada,
por el día luciente conquistada,
y con ella calló la poesía.
Sin embargo, las sierras y los ríos
conservan todavía
ecos de los cantares de aquel ave;
es por eso que en ellas
puede uno encontrar
a oriundas del imperio del versar
que, tomando una nube como nave,
con un llorar sentido
huyeron de camino a las estrellas
de la tierra baldía,
de los páramos fríos.
Esas nocturnas voces
no cayeron, por suerte,
en el abismo inmenso del olvido;
hubo oídos veloces
que alcanzaron a oír aquel graznido
y salvaron su gracia de la muerte.
Somos hijos de aquellos
y aquellas que siguieron
el cantar de ese cuervo.
Cantemos, pues, por él, cantar superbo,
versos rimados bellos
a la gloria de aquel
que murió en el vergel.
Cantemos, pues, por tantos que murieron
y no pueden cantar,
cantar que nunca habrá de terminar.
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