Apología de las mujeres
¡Cuán triste el entender a una mujer
solamente como un trozo de carne!
¡Qué brevedad de miras! ¡Qué ceguera!
¡Que no hay peor idea a defender
ni que mejor encarne
cómo el hombre también puede ser fiera!
Y alguno habrá que diga: «Las mujeres
de este siglo han perdido las maneras;
solo persiguen vicios y placeres,
el recato lo tienen olvidado
—que no olvidaron las que vio el pasado—
y son hoy más cercanas a las fieras
que cuanto, dicen, somos los varones.
Si en tales seres ha evolucionado
el sexo femenino,
que de ser del género más fino
a especies montuosas han pasado,
en total igualdad de condiciones
las hemos de tratar».
Y yo, a ese, airado es que le digo:
«Me entristece la doña que contigo
se haya visto forzada al casamiento
—pues no hay persona que te pueda amar
con tu anticuado, rancio pensamiento,
y más de buena gana—.
Pobre necio, que todavía piensas
que una mujer que es frívola y mundana
merece las sanciones más inmensas.
¿Y no lo sois los hombres?
¿O es que se llaman por distintos nombres
las mismas actitudes
cuando es un hombre quien en ellas cae?
¡Cuán obvia y desvelada hipocresía!
Os son desconocidas las virtudes,
jurados de la hombría,
ya tanto o más que al sexo que os distrae.
según cuanto vehementemente has dicho
merece el hombre conocer su nicho
por ser no solo fiera
sino ser, además, fiera rabiosa.
¡Pobre necio, que tu defensa odiosa
dará con tu cadáver en la hoguera!»
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